La primera vez que ví a Daniela quedé encantado por su sonrisa. Aunque su pelo negro y ondulado, sus grandes ojos negros, su nariz respingadita, su breve cintura y su mirada coqueta la convertian en una mujer muy bonita, a mí lo que me encantaba era su sonrisa, esa sonrisa que derretía témpanos.
Ella era la asistente de recursos humanos de una empresa donde me presenté con el afán de conseguir mi primer trabajo. Aunque no me quedé con el puesto que pretendía, nos hicimos muy amigos y comenzamos a salir de inmediato.
Animadas conversaciones precedían el infalible momento en que dormitábamos, desnudos y extenuados, en la cama del departamento que su amiga nos prestaba un ratito cada semana. Aunque los dos hubieramos querido pasar toda la noche juntos, ella no podía llegar tarde a su casa. Continuar leyendo “La misma sangre”